Ciudad de Guatemala, 4 feb. (AGN).- La madrugada del 4 de febrero de 1976, Guatemala despertó entre el estruendo de la tierra resquebrajándose, el crujido de los techos desplomándose y los gritos desesperados que rompían la oscuridad.
A las 3:03 horas, un terremoto de magnitud 7.5 sacudió al país y en menos de un minuto dejó una estela de destrucción que marcaría generaciones.
Las casas de adobe y teja, símbolo de la arquitectura popular, fueron las primeras en ceder ante la furia del sismo. Calles enteras quedaron convertidas en laberintos de escombros.
Los postes de luz se doblaron como si fueran de papel, sumiendo a la ciudad y a los pueblos en una oscuridad aún más espesa que la de la noche.
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Terremoto Guatemala 1976
Los que sobrevivieron emergieron de entre las ruinas aturdidos, envueltos en polvo y lágrimas. Padres que escarbaban con las manos ensangrentadas buscando a sus hijos, vecinos que llamaban por sus seres queridos sin obtener respuesta. El olor a tierra removida se mezclaba con el del miedo, la desesperanza y la tragedia.
Al menos 23 mil personas perdieron la vida aquella madrugada. Eran nombres, rostros, historias que de un momento a otro quedaron truncadas.
Pero en medio del horror, también surgieron héroes anónimos: jóvenes que se convirtieron en rescatistas improvisados, madres que abrazaban a niños ajenos como si fueran propios, médicos que atendían sin descanso a los heridos en hospitales colapsados.
Los días siguientes fueron una prueba de resistencia y solidaridad. Guatemala estaba en ruinas, pero el espíritu de su gente no. Poco a poco, con manos temblorosas pero firmes, comenzaron a reconstruir no solo sus casas, sino también su esperanza.
Hoy, a casi cinco décadas del terremoto, las cicatrices siguen ahí, en los muros agrietados de algunas iglesias, en las historias que los abuelos cuentan a sus nietos, en el temor que revive con cada nuevo temblor. Pero también queda la lección de que, aunque la tierra tiemble, el corazón de un pueblo puede mantenerse firme.
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